26.11.11

ADVIENTO, I DOMINGO




"Confías, y levantas el alma; confías, y te vuelves a tu Dios. Confías, y le pides que se vuelva hacia ti; confías, y derramas delante de tu Dios tu corazón: “¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!”; “Señor, Dios nuestro, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve”. Confías, y esperas la gracia y la paz de parte de Dios; confías y aguardas la manifestación de nuestro Señor Jesucristo."

ADVIENTO, I DOMINGO
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Santiago Agrelo, OFM
El alma se eleva al Señor por la confianza, y pide que el Señor baje a ella por el amor.
Empezamos el Año litúrgico, y lo hacemos con cuatro semanas de preparación para la venida del Señor. Preparamos así su advenimiento a nosotros en los pobres, en el secreto de la oración, en la Eucaristía, en el tiempo de Navidad, al final de los tiempos. 
Éstas son las primeras palabras de nuestra misa dominical: “A ti, Señor, levanto mi alma: Dios mío, en ti confío”. 
Es como si el espíritu del tiempo de Adviento se concentrase en el canto de entrada de nuestra celebración eucarística: preparamos la venida del Señor proyectando hacia él todo nuestro ser porque confiamos en él.
El alma, todo tú, todo yo, se aparta de la tierra que no puede apagar nuestra ansia de justicia, de santidad, de amor, y la levantamos a Dios que es todo amor, santidad y justicia. 
El alma se levanta de la tierra al cielo, y lo hace con las alas que le da la confianza en el Señor: Voy a ti, Señor, porque confío en ti. 
Confías en tu Dios, no porque lo que tú eres, sino por lo que él es: “Tú, Señor, eres nuestro padre; tu nombre de siempre es «nuestro redentor»”. 
Confías, y levantas el alma; confías, y te vuelves a tu Dios. Confías, y le pides que se vuelva hacia ti; confías, y derramas delante de tu Dios tu corazón: “¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!”; “Señor, Dios nuestro, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve”. Confías, y esperas la gracia y la paz de parte de Dios; confías y aguardas la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. 
La fe te dice, el corazón te dice, el Señor te dice que la venida de aquel a quien esperas, a quien deseas, a quien amas, es venida misteriosa de la que no conoces el momento. De ahí la necesidad de mantener el alma levantada al cielo y todo tu ser en vela sobre la tierra: “Velad, porque no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa”. 
Velad para recibir a Cristo, escucharlo, amarlo, cuidarlo en los pobres, en la oración, en su palabra, en la comunión eucarística, en la comunidad eclesial, en la Navidad, en la hora de la muerte, en el día del encuentro final. 
Si así lo recibís, habréis encontrado el amor, la santidad y la justicia.


27.4.11

BEATO JUAN PABLO II, PAPA Oficio de lectura



CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO
Y LA DISCIPLINA DE LOS SACRAMENTOS

BEATO JUAN PABLO II, PAPA

Carlos José Wojtyla nació en Wadowic, Polonia, el año 1920. Ordenado presbítero y realizados sus estudios de teología en Roma, regresó a su patria donde desempeñó diversas tareas pastorales y universitarias. Nombrado Obispo auxiliar de Cracovia, pasó a ser Arzobispo de esa sede en 1964; participó en el Concilio Vaticano II. Elegido Papa el 16 de octubre de 1978, tomó el nombre de Juan Pablo II, se distinguió por su extraordinaria actividad apostólica, especialmente hacia las familias, los jóvenes y los enfermos, y realizó innumerables visitas pastorales en todo el mundo. Los frutos más significativos que ha dejado en herencia a la Iglesia son, entre otros, su riquísimo magisterio, la promulgación del Catecismo de la Iglesia Católica y los Códigos de Derecho Canónico para la Iglesia Latina y para las Iglesias Orientales. Murió piadosamente en Roma, el 2 de abril del 2005, vigilia del Domingo II de Pascua, o de la Divina Misericordia.

Del Común de pastores: para un papa.

Oficio de lectura

Segunda lectura

De la Homilía del beato Juan Pablo II, papa, en el inicio de su pontificado

(22 de octubre 1978: AAS 70 [1978] 945-947)

¡No tengáis miedo! ¡Abrid las puertas a Cristo!

¡Pedro vino a Roma! ¿Qué fue lo que le guió y condujo a esta Urbe, corazón del Imperio Romano, sino la obediencia a la inspiración recibida del Señor? Es posible que este pescador de Galilea no hubiera querido venir hasta aquí; que hubiera preferido quedarse allá, a orillas del Lago de Genesaret, con su barca, con sus redes. Pero guiado por el Señor, obediente a su inspiración, llegó hasta aquí.

Según una antigua tradición  durante la persecución de Nerón, Pedro quería abandonar Roma. Pero el Señor intervino, le salió al encuentro. Pedro se dirigió a El preguntándole: «Quo vadis, Domine?: ¿Dónde vas, Señor?». Y el Señor le respondió enseguida: «Voy a Roma para ser crucificado por segunda vez». Pedro volvió a Roma y permaneció aquí hasta su crucifixión.

Nuestro tiempo nos invita, nos impulsa y nos obliga a mirar al Señor y a sumergirnos en una meditación humilde y devota sobre el misterio de la suprema potestad del mismo Cristo.

El que nació de María Virgen, el Hijo del carpintero – como se le consideraba –, el Hijo del Dios vivo, como confesó Pedro, vino para hacer de todos nosotros «un reino de sacerdotes».

El Concilio Vaticano II nos ha recordado el misterio de esta potestad y el hecho de que la misión de Cristo –Sacerdote, Profeta-Maestro, Rey– continúa en la Iglesia. Todos, todo el Pueblo de Dios participa de esta triple misión. Y quizás en el pasado se colocaba sobre la cabeza del Papa la tiara, esa triple corona, para expresar, por medio de tal símbolo, el designio del Señor sobre su Iglesia, es decir, que todo el orden jerárquico de la Iglesia de Cristo, toda su "sagrada potestad" ejercitada en ella no es otra cosa que el servicio, servicio que tiene un objetivo único: que todo el Pueblo de Dios participe en esta triple misión de Cristo y permanezca siempre bajo la potestad del Señor, la cual tiene su origen no en los poderes de este mundo, sino en el Padre celestial y en el misterio de la cruz y de la resurrección.

La potestad absoluta y también dulce y suave del Señor responde a lo más profundo del hombre, a sus más elevadas aspiraciones de la inteligencia, de la voluntad y del corazón. Esta potestad no habla con un lenguaje de fuerza, sino que se expresa en la caridad y en la verdad.

El nuevo Sucesor de Pedro en la Sede de Roma eleva hoy una oración fervorosa, humilde y confiada: ¡Oh Cristo! ¡Haz que yo me convierta en servidor, y lo sea, de tu única potestad! ¡Servidor de tu dulce potestad! ¡Servidor de tu potestad que no conoce ocaso! ¡Haz que yo sea un siervo! Más aún, siervo de tus siervos.

¡Hermanos y hermanas! ¡No tengáis miedo de acoger a Cristo y de aceptar su potestad!

¡Ayudad al Papa y a todos los que quieren servir a Cristo y, con la potestad de Cristo, servir al hombre y a la humanidad entera!

¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura. de la civilización y del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo conoce «lo que hay dentro del hombre». ¡Sólo El lo conoce!

Con frecuencia el hombre actual no sabe lo que lleva dentro, en lo profundo de su ánimo, de su corazón. Muchas veces se siente inseguro sobre el sentido de su vida en este mundo. Se siente invadido por la duda que se transforma en desesperación. Permitid, pues, – os lo ruego, os lo imploro con humildad y con confianza – permitid que Cristo hable al hombre. ¡Sólo El tiene palabras de vida, sí, de vida eterna!

Responsorio

R/.  No tengáis miedo: el Redentor del hombre ha revelado el poder de la cruz y ha dado la vida por nosotros. * Abrid de par en par las puertas a Cristo.

V/.  Somos llamados en la Iglesia a participar de su potestad. * Abrid.

Oración

Oh Dios, rico en misericordia, que has querido que el beato Juan Pablo II, papa, guiara toda tu Iglesia, te pedimos que, instruidos por sus enseñanzas, nos concedas abrir confiadamente nuestros corazones a la gracia salvadora de Cristo, único redentor del hombre. Él, que vive y reina.


31.3.11

LAS DOS CARAS DEL AMOR: EL EROS Y EL ÁGAPE

Si el amor mundano es un cuerpo sin alma, el amor religioso practicado así es un alma sin cuerpo. El ser humano no es un ángel, es decir, un puro espíritu; es alma y cuerpo sustancialmente unidos: todo lo que hace, incluyendo amar, debe reflejar esta estructura suya.


“Las dos caras del amor: eros y agape”
P. Raniero Cantalamessa
Primera predicación de Cuaresma
 viernes 25 de marzo de 2011