6.1.11

Catolicismo y liberalismo en México



En México, la lucha por la independencia comenzó con un grito del cura Miguel Hidalgo llamando a la defensa de la religión frente a la impiedad de los franceses revolucionarios y napoleónicos, y se concluyó con el éxito del movimiento de Agustín de Iturbide, quien logró la adhesión mayoritaria de una sociedad que no quería plegarse a la legislación anticlerical proveniente de España desde 1820.



Tiempos “maduros” de México
permiten recuperar bagaje histórico de la Patria:
Martínez Albesa
      
jueves, 06 de enero de 2011 
siame.com.mx

Felipe de J. Monroy González

Con motivo de la publicación del libro “La Constitución de 1857. Catolicismo y liberalismo en México” de Emilio Martínez Albesa, el semanario Desde la fe buscó al autor para que compartiera perspectivas sobre su libro, el valor de la investigación de las fuentes eclesiásticas para el conocimiento de nuestra historia y abordar desde su planteamiento la vida religiosa y política de México que configuró gran parte de los acontecimientos fundacionales de nuestra patria.

A lo largo de la entrevista, Martínez Albesa reflexiona sobre los mitos históricos que fueron heredados por generaciones ante la ausencia de lecturas equilibradas de la historia y de sus personajes, principalmente al abordar el enfrentamiento y ruptura ente el gobierno y la Iglesia, los sectores anticlericales y la sociedad católica: “Es muy importante entender que ni el Estado ni la Iglesia en el México eran unos titanes en la primera mitad del siglo XIX; al contrario, eran dos instituciones débiles y que afrontaban el mismo problema, vital para ambas: el asegurar su relación directa y permanente con el pueblo”.

—¿Qué le ha motivado a estudiar y a escribir sobre este periodo en particular de la vida de México?

—He estudiado cien años, desde la expulsión de los jesuitas (1767) hasta la caída de Maximiliano (1867), para entender la génesis del México contemporáneo, porque fue en esos años cuando se fraguó el divorcio entre gobierno anticlerical y sociedad católica que ha caracterizado a México por más de ciento treinta años después. Este divorcio se registra también en otras naciones latinas, pero en el caso mexicano adquirió una perdurabilidad que no alcanzó en los demás. Son cien años ricos de contrastes ideológicos, que nos explican las incomprensiones que todavía se arrastran en el presente y que tantas trabas ponen para que la vida pública se desarrolle conjugando las aportaciones de todos a favor del bien común.

Muy pronto se formaron dos grupos con modos opuestos de entender la historia de México y entre los cuales se dieron muchas discusiones, pero pocos diálogos, ya que desconfiaban recíprocamente uno del otro y, de consecuencia, tildando de hipócritas las razones del contrario, no se tomaron el interés de escuchar y analizar sus argumentos. Esto hizo que un rico bagaje intelectual mexicano quedara en el olvido, pendiente de que, en tiempos más maduros como los actuales, pudiera ser recuperado. En efecto, con mi obra, he pretendido poner a disposición de las generaciones actuales de mexicanos ese patrimonio intelectual que les pertenece acerca de temas que hoy se manifiestan fundamentales, como son el Estado de derecho, la identidad nacional, la soberanía, la laicidad o el bien común.

A manera de una vía con dos raíles, mi libro recorre la evolución histórica de los proyectos de nación y de los conceptos de Iglesia, atendiendo a las relaciones e implicaciones recíprocas entre ellos, a lo largo de estos cien años decisivos.

Debo subrayar que el debate mexicano de los dos primeros tercios del siglo XIX sobre la relación entre la Iglesia y el Estado marcó hondamente no sólo la historia nacional mexicana, sino también la historia de todo el Occidente. Por ejemplo, la disputa sobre la libertad de cultos que se dio en México determinó la posición de la Santa Sede ante ella, dando origen a la proposición 79 del famoso Syllabus de Pío IX, documento de resonancia universal. Francia, Italia y México fueron las tres naciones que más influyeron a mediados del siglo XIX en la actitud del Papado hacia las propuestas del liberalismo político.

Confío que la lectura y el estudio de este libro aporten nuevos aíres en la historiografía mexicanista, contribuyendo a esclarecer tanto los logros como los límites que tuvieron ambas partes en conflicto, liberales y conservadores, a la hora de fijar un sistema de relaciones entre la Iglesia y el Estado acorde con las necesidades y expectativas de la nación mexicana.

—Si bien es cierto que la revuelta insurgente tiene fermentos en un sector religioso particular, ¿qué elementos en la sociedad general venían fortaleciendo las ideas de este levantamiento? ¿de qué manera influye la política eclesial en este levantamiento o a favor de la mediación entre un sistema sociopolítico que comenzaba a ya no satisfacer el esquema de trescientos años de existencia?

—La historia hispanoamericana en general está profundamente marcada por la búsqueda del ideal de justicia. México, como también Sudamérica, no se alzó contra España tanto por razones de libertad cuanto por razones de justicia. Es distinto el caso angloamericano, claramente marcado por el ideal de libertad, donde los habitantes de las Trece Colonias se levantaron contra Gran Bretaña invocando el principio de que un parlamento en donde no estaban representados no podía dictar leyes sobre ellos y exasperados por ciertas tasas sobre productos comerciales. Los criollos hispanoamericanos sí contaron con representación en las Cortes españolas cuando éstas se instauraron (así como antes en la Junta Suprema y después en la Regencia), si bien en una proporción escandalosamente inferior a la de los peninsulares y esto haría que se sintieran injustamente tratados, y aunque resentían un aumento de la presión fiscal, no tuvo ésta el carácter disparador de la revolución que sí tuvo en el Norte del continente. En la América española –basta leer a Miguel Hidalgo y a Simón Bolívar–, la cuestión era sentida fundamentalmente como asunto de justicia: estarían siendo tratados como habitantes de colonias cuando lo eran de reinos dotados de una personalidad jurídica tan propia como los de la Península Ibérica. Los criollos reaccionan contra lo que consideran un trato injusto que les mantiene como extranjeros en su propia patria.

La política borbónica fracasó en su intento de racionalizar y unificar intereses a ambos lados del Atlántico con vistas a dotar de contenido al bien común de la entera Monarquía hispánica. Con todo, la crisis de la Corona en 1808, cayendo prisionera de Napoleón, no movilizó a las poblaciones hispanoamericanas contra España, sino que, por el contrario, reaccionaron secundando el alzamiento español contra los franceses.

La independencia mexicana e hispanoamericana fue protagonizada por hombres de cultura católica y, en aplastante mayoría, también de fe católica, que respondieron principalmente al problema institucional creado por la invasión napoleónica de España: la desaparición del rey sin dejar regencia, por lo cual, la soberanía resultaba reasumida por el pueblo, es decir, por los municipios, conforme al pensamiento político escolástico (de Francisco Suárez, S.J., en particular) y al derecho vigente entonces. El movimiento de independencia nació con un carácter cautelar frente a la eventual caída de España bajo poder de Napoleón. Sólo años después, cuando ya Fernando VII ha vuelto a ocupar el trono y la Península ha comenzado a padecer bandazos políticos inesperados, los pueblos hispanoamericanos, por el deseo de poner fin tanto a una guerra prolongada y sumamente cruel como a la dependencia de gobiernos peninsulares imprevisibles, se inclinan más generalizadamente hacia la independencia, principalmente los criollos.

Al reclamar el pleno autogobierno, los insurgentes y patriotas hispanoamericanos no se sintieron rebeldes y reaccionaron contra tal acusación presentando su revolución dentro del marco de la justicia natural, de la moral cristiana y también del derecho institucional hispánico. Si bien, todo esto lo vivieron, además y sin duda, como hombres de una época en la cual crecían los sentimientos libertarios y se sucedían las experiencias revolucionarias.

La independencia en principio era un asunto puramente político. Sin embargo, en las circunstancias históricas de entonces, la situación política de 1810-1821, de los años de la guerra de independencia, planteaba seis cuestiones morales nada fáciles de discernir. Fueron: el juramento de fidelidad al rey Fernando VII, el derecho de autodeterminación de los pueblos, el deber de contribuir al bien común de la entera Monarquía hispánica de ambos lados del Atlántico, el derecho a la participación política de los ciudadanos, la legitimidad de la opción por la guerra y los deberes y derechos durante la guerra misma.

Todos estos temas se debatieron y afrontaron en aquella coyuntura histórica. Para prescindir del juramento de fidelidad, el rey debería incumplir su deber rompiendo el pacto con sus súbditos. En este sentido, algunos independentistas juzgaron que su cautividad bajo Napoleón le imposibilitaba definitivamente para recuperar el trono o para hacerlo sin dependencia de los franceses; otros interpretaron como despotismo regio la abolición de la Constitución de Cádiz en 1814 y el tratamiento de rebeldes que se dio a los insurgentes; otros consideraron que el rey, jurando esa misma constitución en 1820, liberaba a los pueblos del juramento de fidelidad al aceptar la soberanía nacional; y otros, como Agustín de Iturbide con el tratado de Córdoba, ofreciendo el trono de la nación independiente al mismo Fernando VII o a un príncipe de su casa, juzgaron satisfechos los deberes del juramento y liberados del mismo por el rechazo del rey a la propuesta. La autodeterminación de los pueblos se planteaba en la época por medio de la doctrina escolástica que sostenía que el gobernante recibía el poder por delegación del pueblo; la cuestión se complicaba a la hora de definir cuál era el pueblo que debía en justicia reasumir su soberanía en la ausencia del rey: si el de la entera Monarquía hispánica o el de cada uno de los reinos que la conformaban; desde el patriotismo criollo y las consecuencias regionales del reformismo borbónico, los independentistas sostendrán que el pueblo de cada reino, identificando su territorio patrio con la nación, mientras que los realistas defenderán la unidad de una sola nación por encima de la diversidad de reinos. No se dudaba en 1808, en los inicios de la crisis, del deber de contribuir todos al bien común de la entera Monarquía y, sintiéndose hermanos de los españoles peninsulares, los americanos contribuyeron generosamente al sostén económico de la resistencia contra los franceses; sin embargo, el colapso del sistema político vino pronto a cuestionar si la unidad política representaba todavía un beneficio para los miembros de la familia hispánica a un lado y de otro del Atlántico o si ese bien común, que trató de revalorizarse con las reformas borbónicas, no había venido a vaciarse de contenido, convirtiéndose más bien en una carga. La libertad política frente al eventual despotismo gubernamental fue un tema clave en la época, a través del cual se difundieron ciertos tópicos interpretativos de la historia de fuerte carga ideológica y valencia revolucionaria, como aquel –nacido por cierto en España– de los trescientos años de opresión; ligado a este tema, se encuentra el de la representación: los americanos contarían con representación en los órganos centrales instituidos provisionalmente para el gobierno provisional de la Monarquía durante la invasión francesa, como la Junta Central y las Cortes de Cádiz, pero en una proporción muy inferior a los peninsulares; esta disparidad les hará sentirse injustamente tratados y pesará mucho a la hora de consolidar la idea de estar bajo una situación despótica. La evaluación de las condiciones morales para iniciar una guerra justa en las circunstancias de entonces debe hacerse con cautela, sin olvidar la información parcial y deformada con la que contaban los protagonistas que optaron por ella a uno y a otro lado del océano. Al respecto, no son pocos los mitos históricos que se forjaron a lo largo de todo el continente americano. Un estudioso peruano me decía en Arequipa que, en la escuela, les habían enseñado que la guerra de independencia había sido de peruanos contra españoles y, en realidad, lucharon peruanos, en su mayoría en las tropas realistas, contra unos independentistas que eran principalmente extranjeros: argentinos, chilenos y colombianos. En efecto, en el sur del Perú y en Bolivia puede hablarse casi de una independencia de importación, a diferencia de lo ocurrido en otros países como México y Argentina, y, en general, en no pocas regiones tuvo un marcado carácter de guerra civil, siendo limitadas las zonas y periodos de fuerte intervención militar directamente española. El tema de la aplicación del derecho de guerra, de la ética en el modo de hacerla, nos lleva a subrayar que fue desafortunadamente una guerra de gran crueldad. Las represiones del realismo fueron terribles y terminarían exasperando a los pueblos. Tampoco los patriotas o insurgentes fueron parcos en crueldades. No faltan mitos históricos que, con escenas de heroísmo, tratan de distraer la memoria colectiva, como el caso del Pípila mexicano.

En México, la lucha por la independencia comenzó con un grito del cura Miguel Hidalgo llamando a la defensa de la religión frente a la impiedad de los franceses revolucionarios y napoleónicos, y se concluyó con el éxito del movimiento de Agustín de Iturbide, quien logró la adhesión mayoritaria de una sociedad que no quería plegarse a la legislación anticlerical proveniente de España desde 1820. Recordemos que la expulsión de los jesuitas produjo las convulsiones más violentas de toda la historia de la Nueva España, que la consolidación de vales reales de 1804 afectó a los fondos de capellanías y obras pías, con implicaciones profundas tanto en la economía como en la disposición hacia el gobierno español de la población novohispana, que el bando virreinal de junio de 1812, aboliendo el fuero eclesiástico en determinadas circunstancias, provocó una reacción airada en parte importante del clero mexicano, que, finalmente, la legislación española liberal de 1820-1823, interviniendo los bienes eclesiásticos y disolviendo órdenes religiosas, hirió los sentimientos católicos de buena parte de la sociedad novohispana. Ni los insurgentes ni los trigarantes participaban del anticlericalismo naciente en España ni pretendían reducir en nada las inmunidades eclesiásticas. La independencia mexicana fue católica. Habría que esperar a la consolidación de la facción liberal reformista en la década de 1830 para que las primeras propuestas mexicanas en sentido de restricción de las inmunidades eclesiásticas, que encontramos desde 1827, comenzaran a jugar un papel político a nivel nacional.

—Estamos terminando el año del bicentenario de la independencia, sobre la que versa el primer tomo de su libro. ¿Cómo presentaría Ud. la actitud del clero hacia la independencia?

—Encontramos actitudes y posiciones muy variadas en el clero mexicano, tanto criollo como español, durante la guerra de independencia. Hubo sacerdotes y frailes que tomaron partido por la continuidad de la unidad con España y hubo también otros que lo hicieron por la independencia; así como hubo también muchos de ellos que intentaron quedarse al margen de la contienda política y militar. Además, dentro de uno y otro bando, las posiciones que tomaron los clérigos resultaron variadísimas. En ambos, hubo quienes lideraron determinadas acciones como jefes, quienes tomaron las armas como combatientes, quienes sirvieron de capellanes, quienes reclutaron hombres, quienes fueron publicistas o propagandistas, quienes ofrecieron ideas y quienes simplemente mostraron simpatía hacia el bando respectivo. Se dieron también con frecuencia cambios de bando. Y todo esto no nos debe extrañar demasiado. No nos debe sorprender esta variedad de actitudes porque el cristianismo no es una ideología. Si el cristianismo fuera una ideología, como por ejemplo el comunismo o el nazismo, tendría su fórmula apriorística para solucionar todas las cuestiones sociales y no se hubieran dado tan diferentes posicionamientos. Así por ejemplo, el marxismo cree poder solucionarlo todo con la lucha de clases o el nazismo mediante la pureza de la raza aria; de manera que fácilmente han logrado uniformidad en la acción política de su gente. Pero el cristianismo no tiene ninguna fórmula semejante; tiene a Cristo, quien con su ejemplo y doctrina ha dejado unos principios de vida y, a la luz de tales principios, el cristiano debe discernir cómo debe obrar en su situación particular, respondiendo en conciencia a los retos de los tiempos.

Como señalé, hubo seis problemas morales que se entrelazaban con la independencia política. La respuesta que dieron a estos retos morales los clérigos, como el resto de la generalidad de los habitantes, prácticamente todos ellos católicos, hubo de ser muy variada. Además, es obvio que, en la toma de posiciones, no serían las consideraciones morales las únicas barajadas, sino que también entrarían en juego intereses de orden estrictamente político, social, económico, familiar, etc. No obstante, para ejemplificar el papel de los clérigos en la solución de tales problemas morales, conviene recordar cómo el Obispo Antonio Joaquín Pérez, comentando el breve pontificio favorable a Fernando VII de 1824, señalaba que México había quedado eximido de su juramento de fidelidad a ese rey en virtud del rechazo de éste al trono mexicano que se le había ofrecido con los Tratados de Córdoba; el inquieto fray Servando Teresa de Mier venía recordado, desde 1811, el derecho del reino de la Nueva España a su autodeterminación subrayando que de ningún modo los reinos de la América española eran colonias, sino reinos independientes confederados entre sí por medio del rey y el mismo Arzobispo Francisco Javier Lizana, en la crisis de 1808, se había mostrado condescendiente con la propuesta criollista de una junta general del reino que autogobernara la Nueva España con independencia de la Península de manera cautelar frente a la invasión francesa; en general, el episcopado había animado en aquella crisis a los pueblos a contribuir al bien común de la Monarquía mediante el envío de donativos a los insurgentes españoles y, años atrás, Manuel Abad y Queipo había escrito al rey memoriales a favor de una política económica que resultara beneficiosa para la Nueva España y pudiera favorecer la comunión de intereses a ambos lados del Atlántico; no faltaron eclesiásticos que, siendo diputados novohispanos en las Cortes de Cádiz, alzaron su voz y presentaron propuestas en pro de los intereses de los pueblos americanos, como Miguel Ramos Arizpe; en el desencadenamiento de la guerra de insurgencia, participaron como protagonistas clérigos tales como Hidalgo y Morelos, mientras que el episcopado optó por condenar la ruptura de la paz; durante el desarrollo de la contienda, no faltaron voces eclesiásticas a favor de la moderación y en contra de la creciente espiral de violencia, como la del Obispo Pérez, cuyas denuncias contra las crueldades del realista Félix Calleja pesaron en la destitución de éste como virrey.

En general, puedo decir que fue en México donde hubo una más alta participación de clérigos y religiosos en la guerra de independencia, precisamente por haber sido una guerra más popular, mientras que en Sudamérica la guerra fue una cuestión más puramente seglar, dado el protagonismo que asumieron las campañas de los ejércitos formados por José de San Martín y Simón Bolívar.

Los sacerdotes y religiosos, que eran parte integrante de la sociedad mexicana, ocupaban en ella un lugar clave en cuanto que eran indiscutiblemente sus líderes intelectuales, además de estar ligados a los pueblos por vínculos de todo tipo, también económico y político. En consecuencia, vivieron esa crisis institucional y bélica –que en gran parte tuvo el carácter de guerra civil entre americanos– junto a los demás, siendo también en no pocos casos puntos de referencia para sus connaturales.

Además, deseo subrayar que la aceptación de la independencia por parte del alto clero local fue un factor fundamental para la consolidación de los nuevos regímenes en toda Hispanoamérica, México incluido, que por otra parte y por otros motivos resultó altamente costosa. La independencia de México no puede entenderse, por ejemplo, sin el Obispo de Puebla Antonio Joaquín Pérez Martínez y los canónigos Matías Monteagudo y Manuel de la Bárcena. El reconocimiento tácito por parte del Obispo de Guadalajara Juan Cruz Ruiz de Cabañas a las distintas autoridades que el pueblo fue sucesivamente reconociendo, aceptando ungir al emperador Iturbide y posteriormente respetando a las autoridades republicanas, contribuyó notablemente a la consolidación de la independencia y normalización política del país.

Protagonistas de aquella época nada sospechosos de afecto al clero nos testimonian el comportamiento patriótico y prudente de sus miembros más destacados. Un español realista, que siempre soñó con la reconquista de México, Miguel de Beruete, muy resentido contra el clero, atribuía la independencia de México al clero, escribiendo en su diario el 11 de octubre de 1824: «Todos los eclesiásticos regulares y seculares prestaron el juramento [de la Constitución de 1824] […] casi todos se presentaron con una cara compungida y devota, pues conocen que con el Imperio de la República acaba el suyo: Ellos hicieron la Independencia pues que aguanten el pujo». Y el liberal anticlerical Lorenzo de Zavala se expresará en estos términos en 1831: «Es muy singular, y por tanto más honorífico al clero mexicano, que en lo general haya abrazado los intereses de los pueblos como suyos propios.

 Muy pocas son las ocasiones en que el gobierno ha tenido necesidad de tomar algunas providencias para que se corrigiese a algún eclesiástico, por haber provocado al desorden o desobediencia. Los cabildos de México y Jalisco han dado repetidos ejemplos de un patriotismo ilustrado y religioso, especialmente cuando la encíclica de León XII a favor de Fernando VII. Entonces escribieron pastorales dignas de los días más brillantes de la Iglesia, y llenas de unción, de doctrina y de libertad. Hombres semejantes merecen los elogios de la posteridad».

—Ud. ha coordinado un congreso internacional en Roma con motivo del bicentenario: “La Iglesia Católica ante la independencia de la América española”. ¿Cuál fue la actitud de los Papas ante la independencia de las nuevas naciones?

—Por años se ha venido subrayando el respaldo que los Pontífices dieron al rey de España mediante los breves Etsi longissimo (Pío VII, 1816) y Etsi iam diu (León XII, 1824) y el retraso con el que –se dice que por falta de clarividencia o por intereses propios– se avinieron a aceptar esta independencia, lo que ocurriría sólo a partir de 1835 con Gregorio XVI. Es una visión miope de la complejidad de un largo proceso histórico que, además, no corresponde ni a la documentación ni a las conclusiones de los estudios históricos más serios sobre el tema, a los que se han venido a sumar este año los presentados en el congreso que realizamos en Roma en abril pasado.

Basta comparar esos dos breves pontificios para advertir diferencias notables entre ellos que reflejan una evolución profunda no obstante la aparente continuidad en la posición pro española. Ambos son cartas dirigidas con un tono paternal a los obispos de la América española, pidiéndoles que prediquen a favor del rey Fernando VII, si bien, el primero pide expresamente que se predique la obediencia a él y el segundo menciona sólo las virtudes del mismo, sin referirse a él como al rey de esas tierras. El primer documento, despachado en una semana, es muy corto y muy directo, va al grano. El segundo por el contrario, tramitad en dos meses, es el doble de extenso y da una serie de rodeos que parecen interminables. Ninguno afronta propiamente el tema de la independencia política de los reinos americanos. El primero habla a favor de la paz contra las rebeliones, considerando las agitaciones hispanoamericanas una prolongación por contagio de los desmanes de la Revolución francesa. El segundo habla en bien de la armonía entre la Iglesia y los poderes públicos contra la discordia y la degeneración social, creyendo que éstas amenazan con arruinar la religión en las tierras americanas. No son por tanto una condena expresa de la independencia como tal. Pío VII, evidentemente, escribe en el contexto del legitimismo monárquico con el que, tras la derrota de Napoleón, se buscaba reconstruir el orden anterior a la Revolución, cuando además en América las tropas del rey español parecían triunfantes y el camino a la paz no parecía otro que el de la vuelta a su obediencia. Por el contrario, León XII escribe cuando falta muy poco para que se concluya la guerra con la victoria de los independentistas y la independencia era ya un hecho en algunas regiones, por eso no menciona la obediencia al rey ni lo presenta como monarca de aquellas tierras. De cualquier forma, el efecto de estos documentos pontificios sobre quienes luchaban por la emancipación fue muy inferior a cuanto pudiera imaginarse. En general, se pensó que eran una falsificación de la corte de Madrid o que habían sido obtenidos del Papa dándole información falsa.

Para la Santa Sede, la independencia hispanoamericana representaba dos problemas: uno para la organización eclesiástica, que es el nombramiento de obispos, y otro en el ámbito de las relaciones con los nuevos gobiernos, que es el del reconocimiento oficial de la misma independencia, presupuesto necesario para entablar tales relaciones. Los obispos se nombraban hasta entonces bajo presentación del rey de España, a quien el Papa había concedido el derecho de patronato en 1508, y con la independencia esto dejaba de ser posible. La Santa Sede se encontrará entre dos fuegos porque, si nombra obispos, se opone al rey, quien además desea usar la carencia de obispos para presionar a los pueblos hispanoamericanos a volver a su obediencia, pareciendo que toma partido por los independistas, quienes a su vez desean ejercer el patronato como si heredaran este derecho eclesiástico, y, si no los nombra, deja en la orfandad a las Iglesias hispanoamericanas y parece que está del lado de España contra las naciones independizadas. A lo largo de esos años, la América española van quedándose sin obispos; México del todo en 1829. Junto a esto, el establecimiento de relaciones con los nuevos gobiernos de estas naciones católicas era del todo necesario para garantizar el desenvolvimiento de la vida eclesiástica y de la misión de la Iglesia en ellas y, por supuesto, tales relaciones requerían un reconocimiento oficial de ambas partes, complicado por el hecho de que Fernando VII nunca quiso reconocer la independencia y murió sin hacerlo en 1833.
En función de estos dos retos, la actitud de la Santa Sede presentó una evolución en cuatro etapas. El punto de partida de la actitud del Papa fue, por supuesto, la legitimidad del rey Fernando VII sobre los reinos de América. No pudo haber sido otro, como ni siquiera fue otro para el Cura Hidalgo y los movimientos juntistas americanos de 1808-1813. Hasta 1814, el Papa Pío VII se encontraba prisionero de Napoleón, de manera que no contaba ni con información ni con medios para tomar ninguna posición ante los sucesos de la América española. De 1814 a 1821, corre la etapa que denomino de legitimismo antirrevolucionario: el Papa afirma y respalda la legitimidad del rey español con vistas a oponerse a lo que él considera una réplica de la agitación anárquica desatada por la Revolución francesa. Cuando, a partir de 1819, comience a recibir informes de pastores hispanoamericanos sobre la situación en aquel continente, el Pontífice advertirá que el movimiento hispanoamericano no es una prolongación de la anticlerical Revolución francesa, sino que tiene otros ideales y métodos.

A partir de 1822, con la carta que dirige al obispo Rafael Lasso de la Vega de Mérida (Venezuela), Pío VII hace público su cambio de actitud, abriendo una segunda etapa de acercamiento pastoral (1822-1827). Dice así en su carta: «muy lejos de inmiscuirnos en los negocios que tocan a la política de Estado; pero, cuidadosos únicamente de la religión, de la Iglesia (…) y de la salud de las almas (…), deseamos también ardientemente proveer a las necesidades de los fieles de esas regiones americanas y, por tanto, queremos conocerlas con toda exactitud» (7 de septiembre de 1822). El acercamiento pontificio hacia los pueblos americanos y sus nuevos gobernantes se materializará enseguida incluso con el envío de un representante del Papa a Sudamérica: Mons. Giovanni Muzi, acompañado por el futuro Papa Pío IX y un secretario. Esta misión pontificia, solicitada por Chile, visitará Argentina, Chile y Uruguay (1824-1825); pero fracasará en su objetivo de recomponer la jerarquía episcopal y arreglar asuntos eclesiásticos por las dificultades que el intervencionismo de los gobernantes en lo eclesiástico y el naciente liberalismo anticlerical opondrán a la acción del poco prudente vicario Muzi. Con el fracaso de la misión Muzi, la expulsión de Roma del enviado allí por la Gran Colombia y el breve Etsi iam diu, hechos conocidos en 1825, creció en América la desconfianza hacia la Curia romana, desarrollándose entre 1825 y 1826 por parte de políticos hispanoamericanos algunos proyectos muy regalistas, es decir, muy intervencionistas sobre las cuestiones eclesiásticas. Con todo, la actitud del Papa –desde 1823 León XII– continuó siendo de acercamiento por razones pastorales y, en 1825, escribió cartas al presidente mexicano Guadalupe Victoria y a autoridades eclesiásticas de la Gran Colombia que entusiasmaron a gran parte de la población hispanoamericana. El mismo breve Etsi iam diu puede leerse como una muestra del mismo acercamiento pastoral también hacia el gobierno de España, habiendo acabado el anticlerical trienio liberal. Las gestiones en Roma de Sánchez de Tejada, el enviado colombiano antes expulsado, se concretaron con éxito y el Papa procedió en 1827 al nombramiento de seis obispos para la Gran Colombia y uno para Bolivia sin actuar el patronato español, aunque haciéndolo como de propia iniciativa (motu proprio) sin reconocer que la propuesta era de los nuevos gobiernos. Fernando VII, insensible a las necesidades eclesiásticas de los americanos, reaccionó duramente con un amago de ruptura diplomática con la Santa Sede.

La reacción del rey propició un cambio en la actitud del Papado, que duró poco tiempo, y permite definir la tercera etapa como de detención prudencial en el acercamiento político anterior (1828-1830). Fue un periodo fecundo para la reconstrucción de los cuadros eclesiásticos en América porque, aunque se dejaron de nombrar obispos propietarios de las sedes, se nombraron obispos in partibus infidelium como vicarios apostólicos para esas sedes. León XII nombró estos vicarios para Gran Colombia, Río de la Plata, Chile, además de excepcionalmente dos obispos sí propietarios de su sede para Quito (Ecuador) y La Paz (Bolivia) en personas a quienes el rey español no podía objetar nada en contra. El Papa Pío VIII (1829-1830) dio continuidad a esta actitud, nombrando más vicarios apostólicos.

La llegada al solio pontificio de Gregorio XVI, en febrero de 1831, abrirá una última y definitiva etapa de opción americanista. Se trató de un americanismo por razones del bien espiritual de los fieles. Supuso regresar al nombramiento de obispos propietarios y, además, desde 1835, iniciar el reconocimiento oficial de los gobiernos independientes. De inmediato, el mismo mes de su elección, nombró seis obispos propietarios para México. El 5 de agosto de 1831, por un conflicto dinástico portugués, publicó una constitución apostólica que permitía desligar a la Santa Sede de la política, sin tener que supeditar la atención espiritual de los fieles a las vicisitudes políticas de los Estados, asentando el principio de que podía tratar con los gobiernos de hecho sin que ello significara que reconociera su derecho a los títulos con los que los tratara. De cualquier forma, el reconocimiento de los gobiernos hispanoamericanos, comenzando por el de la Nueva Granada (1835) y siguiendo por el de México (1836), fue ciertamente un reconocimiento oficial, aunque de hecho.

A mi juicio y a diferencia de cuanto a veces se dice, no fue la presión de la diplomacia española el único ni el principal motivo del supuesto retraso de la Santa Sede en la normalización de sus relaciones con la América emancipada. Hay otros cinco factores, no menos importantes, a tomar en cuenta y son: la coyuntura eclesial universal de desorganización eclesiástica tras el embate de la Revolución francesa y napoleónico (prácticamente la España de Fernando VII era por entonces la excepción a la desorganización eclesiástica general); el contexto político internacional legitimista tras el Congreso de Viena; la tradición regalista de intervención sobre lo eclesiástico en la mentalidad hispanoamericana que llegaba a reclamar el viejo derecho de patronato para los nuevos gobiernos (un regalismo que sólo llegaría a incurrir en cisma en el caso de El Salvador, pero tendría un peso enorme en todas partes, por ejemplo, en el caso de la llamada epiqueya de Argentina y en el retraso de cinco con que los gobiernos mexicanos dotarán de instrucciones a su enviado a Roma); las reservas del liberalismo iluminista a establecer relaciones con el Papado (varios liberales pondrán directamente obstáculos a estas relaciones, como Bernardino Rivadavia, Vicente Rocafuerte, Lorenzo de Zavala o Sebastián Camacho), y la inestabilidad política de los nuevos Estados y gobiernos que dificultan a la Santa Sede tener un interlocutor (precisamente hasta la década de 1830 no se configuran los Estados actuales, década en la que la posición pontificia era ya plenamente americanista). Mientras que generalmente se subraya sólo el primero de los seis factores, aduciendo en el Papado falta de sensibilidad hacia los deseos de libertad de los pueblos o incumplimiento de su deber pastoral, es fundamental valorar el influjo de los otros cinco para comprender el gradualismo en la postura de la Santa Sede ante el fenómeno de la independencia hispanoamericana.

—En su segundo tomo adelanta un poco de los elementos que configuraron a México como Estado-Nación, pero su identidad transita por elementos evidentemente religiosos y católicos ¿cómo buscó la jerarquía católica reestructurarse y adaptarse a los nuevos espacios públicos y administrativos?

—Efectivamente mi libro permite descubrir y sopesar los retos que las transformaciones políticas de los primeros decenios de vida independiente entrañaron para la jerarquía católica a la hora de dar continuidad a las actividades eclesiásticas y evangelizadoras en la nación.

En general, fue ésa una época en la que el Estado –como idea y como institución– estaba de moda en México y en todo el mundo hispano. Se trataba de un modelo de Estado que tendía a monopolizar toda la vida social y del cual los distintos grupos de intereses políticos esperaban servirse como de un eficaz instrumento para sus propios fines. Al difundirse la concepción de un Estado que, desde la consideración de que la nación era un conjunto de individuos contratantes, identificaba consigo mismo a la sociedad, apropiándose de todo lo público, la jerarquía eclesiástica encontraría creciente dificultad para que la religión conservase su dimensión pública sin supeditarse al control del Estado. Si todo lo público había de ser estatal, ¿cómo insertar la Iglesia en la nación si no a través del mismo Estado? Todos tenían una exagerada confianza en el Estado: los liberales lo querrían convertir en instrumento para su reforma social y los católicos, en el “brazo secular” de la Iglesia a favor de la evangelización, olvidando unos y otros que el único fin directo del Estado es la promoción del bien común.

Al mismo tiempo que se vivía esta creciente monopolización de lo público por parte del Estado, entonces de moda, también ganaba terreno la idea de que era necesario separar la Iglesia y el Estado, es decir, distinguir claramente sus jurisdicciones. La independencia entre la Iglesia y el Estado no sería ni mucho menos patrimonio exclusivo del pensamiento liberal, sino que más bien resultó anticipada por los defensores de las inmunidades eclesiásticas. He mencionado antes el bando virreinal que limitaba el fuero eclesiástico en 1812. Aunque el cabildo eclesiástico metropolitano, resolvió tolerar la disposición, ciento diez clérigos de la ciudad de México firmaron una representación (6 de julio) en la que pedían al cabildo eclesiástico que interviniese solicitando al virrey la revocación del bando. Sus palabras apuntaban hacia las dos ideas que habría de servir para reivindicar la autonomía de la Iglesia respecto del Estado: la soberanía de la Iglesia y la preeminencia de lo espiritual. En el mismo contexto de la polémica entorno al bando virreinal, la obra del sacerdote José Joaquín Peredo Discurso dogmático sobre la potestad eclesiástica insistía en que la Iglesia estaba provista en sí misma de todos los medios necesarios para realizar cabalmente la finalidad que le es propia y, por tanto, sería independiente en su gobierno de cualquier otra sociedad, reivindicando así su autonomía respecto del Estado. En esta obra, la soberanía de la Iglesia se traduciría en potestad plena y directa sobre lo espiritual, en potestad plena y directa sobre lo temporal eclesiástico (o sea, sobre las materias mixtas entre lo espiritual y lo temporal) y en potestad indirecta suprema sobre lo estrictamente temporal. Unos años después, en 1833, el Obispo de Michoacán Juan Cayetano Gómez de Portugal, rebatiendo la idea de que asignar pastores a la Iglesia fuera competencia del gobierno civil, afirmó que a ello: «no puede llegar la soberanía de las naciones […] porque es de otro orden. Lo temporal nada tiene que ver con lo espiritual, ni lo espiritual con lo temporal».

Pero el deslinde de competencias entre la Iglesia y el Estado sería hecho desde criterios distintos por parte de los pastores de la Iglesia y de los políticos liberales. Para los pastores el criterio era el de que los medios necesarios para el fin de cada institución debían ser competencia exclusiva de ésta y, como el fin de la Iglesia era prioritario sobre el fin del Estado, cabía privilegiar los medios eclesiales supeditando a ellos el ejercicio de los estatales. Para los políticos liberales, el criterio era el de la naturaleza misma de los medios: todo lo material o visible quedaría bajo jurisdicción del Estado y sólo lo espiritual o invisible sería de jurisdicción exclusiva eclesiástica, de manera que muchos aspectos de la vida eclesiástica, que son visibles, quedarían bajo supervisión estatal. Mientras que, para los primeros, como ya he dicho, el Estado debería abstenerse de toda intervención en asuntos eclesiásticos y debía al mismo tiempo tener en cuenta los intereses de lo espiritual a la hora de tomar decisiones en el orden temporal; para los segundos, nada podrían hacer las autoridades de la Iglesia en la práctica sin el beneplácito del gobierno civil.

Es por tanto fundamental, para comprender la época, partir de estos dos factores de mucho peso entonces: la moda estatalista y la tendencia a diferenciar jurisdicciones entre la Iglesia y el Estado desde criterios diversos.

Es muy importante además entender que ni el Estado ni la Iglesia en el México eran unos titanes en la primera mitad del siglo XIX. Al contrario, eran dos instituciones débiles y que afrontaban el mismo problema, vital para ambas: el asegurar su relación directa y permanente con el pueblo, relación que estaba muy deteriora tras las convulsiones de la revolución de independencia. El Estado era todavía naciente y su consolidación presentaba tres graves desafíos: el económico, pues carecía de dinero y tenía acuciante necesidad de él; el jurídico-político, ya que debía afirmar su autoridad sobre una nueva fuente de legitimidad –la soberanía nacional moderna– que no era incuestionable para todos, y el de poder territorial, porque no contaba con control efectivo sobre la totalidad del territorio nacional, debiendo negociar con los caciques regionales o locales y enfrentar peligros de invasiones exteriores. La Iglesia venía experimentando conculcaciones de sus inmunidades, recortes en su libertad y embates de las nuevas ideas desde los tiempos del rey Carlos III, además había visto reducirse de modo alarmante el número de sacerdotes y religiosos e incluso de obispos; el clero tenía ante sí tres retos urgentes: primero,  reconstruir sus cuadros jerárquicos, incrementar sus efectivos y darles adecuada formación y manutención; segundo, idear y ensayar nuevos métodos pastorales que le consintieran restablecer por nuevas vías el contacto con el pueblo, que el progresivo desmantelamiento de las estructuras institucionales y sociales del Antiguo Régimen le hacía perder, y, tercero, acordar con el Estado un sistema de relaciones eficaz y adecuado a las nuevas circunstancias que garantizara la normalización de la vida eclesial en la nación. En definitiva, Estado e Iglesia necesitaban asegurar el contacto con su pueblo para hacer valer su respectiva jurisdicción y, por ello, buscaban vías de inserción en la sociedad que les garantizasen una dimensión pública, la cual les era imprescindible para el desenvolvimiento de sus propias funciones. Lógicamente chocarían entre sí cuando, por una excesiva pero bien comprensible susceptibilidad, cada una viera en la otra a un competidor en la carrera por establecer vínculos con la población que podría monopolizar la vida social dejándole sin espacio público para el ejercicio de su respectiva jurisdicción.

Sin embargo, como puede verse en mi libro, las relaciones entre el Estado y la Iglesia en la primera mitad del siglo XIX mexicano no fueron en absoluto malas, sino que, superando bien la tentación de un exceso intervencionismo estatal sobre lo eclesiástico (regalismo) y la de una inapropiada intromisión eclesial en las decisiones políticas, avanzaron hacia una colaboración beneficiosa para ambas partes mediante un diálogo respetuoso y constructivo. Esto se debe a que México contó con numerosas personalidades inteligentes y prudentes al frente tanto del Estado como de la Iglesia en esos años, pese a las dificultades ya dichas.

La Iglesia mexicana brindó respeto y consideración al Imperio de Iturbide y después a la República mexicana y sus gobiernos, reconociendo a sus sucesivas autoridades como lo fue haciendo la generalidad del pueblo. En los nuevos espacios públicos e institucionales nacidos de la independencia, la Iglesia buscó dar su colaboración a la consolidación del nuevo Estado, al tiempo que aseguraba el respeto a su propia autonomía institucional. El nuevo Estado (tanto en su forma imperial como en la republicana), consciente del catolicismo nacional, confirmó a la Iglesia en sus prerrogativas clásicas. Las autoridades de la Iglesia debieron ocuparse principalmente en los tres retos arriba indicados, buscando la buena formación del clero, cuyas moralidad y dedicación pastoral habían decaído mucho durante la guerra, la apertura de soluciones para reconstruir en acuerdo con el Estado su propia jerarquía sin faltar al derecho canónico y la recuperación de la vida sacramental y devocional entre los fieles. Junto a todo esto, en el decenio de 1820, los responsables de la Iglesia mexicana hubieron de hacer un esfuerzo intelectual y diplomático de primer orden para que la nación superara la que he llamado tentación del regalismo que se escondía principalmente bajo la reivindicación del derecho de patronato como inherente a la soberanía nacional para que nuevas autoridades escogieran las personas que debían ocupar los cargos eclesiásticos. La labor de los publicistas católicos y la prudencia de gobernantes de distinto signo –como fueron sucesivamente Iturbide, Guadalupe Victoria, Vicente Guerrero y Anastasio Bustamante– hicieron posible arbitrar de común acuerdo entre la Iglesia y el Estado sistemas que conducirían a nombramientos, primero, de párrocos y canónigos y, después, gracias también a las atinadas gestiones de Francisco Pablo Vázquez, de obispos, desechando propuestas regalistas que remitían a la vieja imagen de Iglesia de corte jansenista, es decir, la que la circunscribe a lo espiritual-invisible y la aprisiona en una estrecha visión nacionalista. De 1834 a 1855, el acercamiento entre la Iglesia y el Estado tuvo como frutos la normalización de la vida eclesiástica en la nación, la contribución de la Iglesia al bien de la sociedad a través de su labor de beneficencia y de educación, que pudo reanudar después de los años de guerra, y el establecimiento de unas relaciones de colaboración que llegaron a materializarse en el reconocimiento de la independencia de México por la Santa Sede en 1836 y la llegada a México de un Delegado Apostólico en 1851.

El conflicto no será un resultado ni de la independencia ni del sistema republicano, sino que llegará sólo a través de la política partidista cuando aquellos grupos políticos que hacia 1830 habían hecho de la cuestión eclesiástica una bandera de discordia lleguen a contar con fuerza en el gobierno, lo que ocurrirá en la década de 1850. En este sentido la Reforma liberal juarista no representó en absoluto una continuidad con la trayectoria y los ideales de la independencia, sino una ruptura. Fue un regresar a posiciones de los gobiernos españoles del despotismo ilustrado y continuar su obra de control y restricción de la acción Iglesia. De hecho, las medidas que los liberales juaristas aplicarán no serán diversas de las aplicadas en España, a pesar de que México se había ya independizado. Ciertamente no fue sólo –aunque también– una imitación de lo que hacía España, sino además y sobre todo un dejarse llevar por la misma lógica imperante allí y en otras partes.

Ya desde finales de la década de 1820, sobre todo ante propuestas o medidas tomadas por algunas legislaturas o gobernantes de los Estados de la Federación, los intelectuales y publicistas católicos hubieron de enfrentarse no sólo a propuestas regalistas para el nombramiento de ocupantes de cargos eclesiásticos, sino también a la intervención sobre los bienes eclesiásticos, que comenzaban a postular y a argumentar desde ideas utilitaristas y estatalistas. En estos casos y, en 1833, cuando Valentín Gómez Farías pretenda introducir desde la capital una reforma legislativa para excluir a la Iglesia de la educación, intervenir sus bienes y decidir sobre nombramientos eclesiásticos, los obispos reaccionaron con decisión, denunciando estas medidas desde argumentaciones de tipo jurídico y eclesiológico, sufriendo por ello, en el caso de 1833, el destierro.

Las rivalidades políticas condujeron a que, desde inicios de la década de 1830, se aglutinara una facción bajo la bandera de que el progreso, interpretado según un propio discurso de utilitarismo filosófico, pasaba por remover al clero del lugar que hasta entonces ocupaba en la sociedad; un lugar destacado por la labor que realizaba en los campos intelectual, educativo, económico en cuanto arrendador, financiero en cuanto prestamista y social en general. No obstante, será sólo después de la guerra con los Estados Unidos cuando los bandos en la lucha política vayan viéndose cada vez más definidos por un discurso ideológico. En torno a la mitad del siglo XIX, las ideologías hicieron que lo que inicialmente habían sido sólo intereses políticos negociables aparecieran como principios irrenunciables, dificultándose más el diálogo y desatándose los radicalismos.

—¿Qué papel juega la Iglesia durante la prolongada discusión y en el conflicto posterior a la instauración de la república? Esto es, en el plano del liberalismo y del conservadurismo.

—El clero mexicano contó con representantes que jugaron un papel político activo en la conformación del México independiente y republicano durante la década de 1820, como fueron Miguel Ramos Arizpe, fray Servando Teresa de Mier, José Miguel Guridi y Alcocer, José Manuel Herrera, José de Jesús Huerta, Juan Cayetano Gómez de Portugal, José Miguel Ramírez y tantos otros. Posteriormente, a partir de 1830, la cuestión religiosa servirá para aglutinar a los oponentes del gobierno de Anastasio Bustamante y su ministro Lucas Alamán, con la formación de un frente liberal que tomaría como bandera precisamente la remoción de la Iglesia de su lugar en la sociedad. Se acusó de clericalismo a lo que no parece que pasara de ser la simple restauración de la vida eclesiástica en la nación y su consiguiente visibilidad en la misma, como es el recibimiento de seis obispos en 1831 después de que México se había quedado sin ninguno. Si inicialmente, gracias al pensador José María Luis Mora, que del sacerdocio pasó a la política, la crítica al papel social del clero del incipiente partido liberal se abrió camino mediante el utilitarismo, pronto, aduciendo algunos hechos aislados de ciertos clérigos –como las conspiraciones del P. Joaquín Arenas y del P. Francisco Ortega cura de Zacapoaxtla –, comenzó a repetirse una y otra vez la idea de que el clero era, no sólo rémora para el progreso socioeconómico, sino peligroso para la estabilidad política del país.

En realidad, el clero disminuyó su presencia numérica en los congresos a medida que la nación fue contando con más miembros de profesiones liberales, principalmente abogados. Por ello, la pugna política entre liberales y conservadores será fundamentalmente una pugna entre laicos, en la que el clero como tal tuvo mucho menos que ver de lo que suele imaginarse. Los conservadores tenían sus propios líderes seglares para las cuestiones políticas. Continuaría de vez en cuando destacándose, entre los líderes conservadores, alguna figura eclesiástica, como Labastida y Miranda, fundamentalmente, pero en absoluto puede interpretarse el partido conservador mexicano como un partido clerical al modo como sí lo sería por ejemplo en Chile, donde el arzobispo era el jefe del partido.

El interés de la Iglesia mexicana no fue político, sino pastoral; ahora bien, en el conflicto que se hará guerra civil (1858-1861), los obispos reconocerán al gobierno conservador, el que dominaba en Ciudad de México y tenía el mayor control del país, y lo secundarán tanto por su costumbre de reconocer a los sucesivos gobiernos de hecho como por considerarlo un baluarte frente a las amenazas del bando liberal juarista que fue tomando un carácter claramente anticlerical. La Reforma liberal de Benito Juárez fue anticatólica e incluso antirreligiosa; basta recordar la aplicación histórica de sus disposiciones: destrucción de conventos, templos y bienes sacros, prohibición de ingresar a la vida religiosa, de vivir en comunidades religiosas (las cuales fueron disueltas a la fuerza) y de emitir votos religiosos, supresión de los cabildos catedralicios, disolución de las asociaciones de laicos católicos, imposición de limitaciones para expresar en público el propio credo aun en la manera de vestir, control ideológico de la educación por parte del Estado, imposición del matrimonio civil, nacionalización de los bienes eclesiásticos, etc.; además de la ruptura de relaciones diplomáticas con la Santa Sede, de la expulsión de los obispos y hasta de la muerte de algunos sacerdotes a manos de extremistas. No era ciertamente una época en la que dominara la razón. Posteriormente, hay que subrayar que frente a lo que la opinión pública cree no fue el clero quien trajo al emperador Maximiliano a México, sino que fueron los conservadores. Los obispos, que habían sido expulsados del país por Juárez, aprovecharon la coyuntura de la Intervención francesa para regresar y algunas altas personalidades clericales participaron junto a políticos conservadores en la Regencia; no obstante, debemos recordar que el arzobispo Pelagio Antonio de Labastida, miembro de esa Regencia, chocó frontalmente con la política de los generales franceses en México, siendo por ello excluido de esa institución, y que, posteriormente, ni los obispos ni el Nuncio se entendieron con Maximiliano, cuyo gobierno fue bastante conflictivo con la Iglesia, pese a que en sus últimos meses procuró un acercamiento hacia ella. Los prelados trataron ciertamente de aprovechar el cambio de gobierno que produjo la Intervención para que la Iglesia recuperara en México la libertad, mediante la derogación de la legislación de la Reforma, y para que el catolicismo de la nación mexicana fuera reconocido públicamente como religión del Estado; pero, como está sobradamente documentado, las relaciones de la Iglesia con las cabezas de la Intervención fueron conflictivas y las relaciones de la Iglesia con Maximiliano fueron también enormemente difíciles.

Podemos decir que, de una parte, el alto clero mexicano tuvo una visión demasiado clericalizada de la Iglesia, una visión del Estado como brazo secular de la Iglesia y poca claridad para distinguir el orden natural y el orden sobrenatural; de otra parte, los políticos liberales reformistas persistían en una visión anticuada de la Iglesia (la propia de antes de la independencia), en una idea de que el Estado era un instrumento suyo para transformar a su antojo a la sociedad y en la idea de que la religión debía ser del todo invisible en este mundo.

Así, la independencia entre la Iglesia y el Estado, anticipada por los defensores de las inmunidades eclesiásticas, fue adoptada por los liberales sólo en un sentido unilateral, es decir, como separación de la Iglesia del Estado pero no del Estado de la Iglesia, el cual sigue aduciendo su derecho a intervenir en lo eclesiástico y renunciará a ejercerlo únicamente en la medida en que la Iglesia vaya quedando despojada de su relevancia social. Es cierto que también los eclesiásticos de la primera mitad del siglo XIX entendían unilateralmente la separación, pretendiendo a su vez separar el Estado de la Iglesia pero no la Iglesia del Estado; aunque hay que reconocer que evolucionaron en su pensamiento hacia una independencia recíproca de manera mucho más rápida que los liberales. Así los obispos mexicanos, dialogando desde el Evangelio con los tiempos, en la época final de la Reforma, expresan que basta que los gobernantes buscar el bien común temporal con sinceridad para que la Iglesia encuentre suficientemente garantizada su justa libertad y, en tiempos de Maximiliano, piden a sus sacerdotes no pretender cargos políticos, cuando el derecho de la Iglesia universal todavía lo permitía. Por el contrario los liberales, petrificados en su ideología, seguirán permanentemente reclamando a la Iglesia que renuncie a ocupar un lugar en la vida pública de la sociedad si quiere verse libre del intervencionismo estatal.

En la opinión de los liberales reformistas, el clero sería siempre peligroso y debía estar sometido a una particular vigilancia y control, y además el Estado sería señor de todo lo visible en la sociedad. Estas dos ideas han sido un triste legado de la Reforma a la posteridad, que todavía México no logra superar.

—¿Por qué la Iglesia se opuso al Constituyente del 1857 y cómo manifestó su inconformidad?

—Debemos precisar que los obispos no se opusieron a la Constitución de 1857 en su conjunto, sino sólo a varios de sus artículos en tanto en cuanto pudieran interpretarse en contra de la religión católica. El clima de la época era de enorme desconfianza mutua entre los obispos y los liberales, quienes habían ocupado prácticamente todos los asientos del congreso constituyente. Los diputados habían insistido en que el clero era un verdadero peligro para la nación, acusándolo de todos los males patrios y no ahorrando descalificaciones e insultos. Los obispos leyeron con lupa la Constitución que aquellos habían producido, tratando de descubrir las puertas que los diputados habrían dejado entreabiertas a la política anticlerical y declararon que no era moralmente lícito jurar esa Constitución por contener doce artículos contrarios a la Iglesia. De entre ellos, el art. 123, que consagraba la libertad de intervención del poder civil en asuntos eclesiásticos, consignó la desconfianza de los diputados hacia el clero y a su vez justificó la de éste hacia ellos. Como el juramento de la Constitución estaba prohibido por los obispos, éstos pidieron a los confesores que no dieran la absolución sacramental a quienes la hubieran jurado sin retractarse públicamente de dicho juramento.

La lectura del texto de la Constitución no nos basta para comprender el porqué de La guerra civil entre conservadores y liberales que se desataría poco después de las agitaciones que siguieron a su promulgación y juramento. Es un texto que, en la terminología de entonces, puede calificarse de moderado. En la historia posterior, esta constitución, aunque no se aplicará sino en muy pequeña medida, será reivindicada de algún modo por casi todos. Desde luego, los liberales la tomarán por bandera e incluso, en la Revolución, el nuevo texto constitucional de 1917 seguirá rindiéndole homenaje. Por otra parte, en plena Guerra Cristera, el general de los cristeros Enrique Gorostieta invocará también la Constitución de 1857 en su Plan de los Altos del 28 de octubre de 1928. Sin embargo, en 1857, los conservadores no iban a resignarse a una constitución en cuya redacción no habían tenido parte y los liberales radicales no iban a conformarse con un texto que, por su moderación, no recogía todo su programa de reforma de la presencia social de la Iglesia. Quizá tenemos aquí otra gran lección para nuestros días: las construcciones políticas que no se edifican sobre un diálogo sincero y abierto entre todos los sectores sociales en búsqueda del bien común de la nación están condenadas al fracaso.

El tema que más se debatió en el congreso constituyente y que más preocupaba a los obispos era el de la libertad de cultos, que no llegó a aprobarse. Quienes defendían la libertad de cultos alegaban la libertad de conciencia de los individuos, la necesidad de eliminar el influjo del clero sobre la vida social, la de aumentar la moralidad de la sociedad, la de favorecer la inmigración extranjera, el ejemplo de otras naciones, la compatibilidad de la libertad de cultos con el cristianismo y la falsedad de que México gozara de unidad religiosa. Quienes impugnaban la libertad de culto se fundaban en la soberanía popular, en la compatibilidad del exclusivismo legal del catolicismo con la libertad de conciencia, en la agitación social que produciría su declaración, en su innecesidad, en el derecho de la nación a su unidad religiosa y en los deberes religiosos de los gobernantes. En realidad, unos y otros tenían un concepto de libertad religiosa muy pobre y la debatida libertad de cultos no se identificaba con ella, sino que más bien era, en aquel contexto, la indicación de una política a seguir para con la religión católica.

En una época en que el igualitarismo era moda, podía fácilmente confundirse la libertad con la igualdad y sacrificar la primera en aras de la segunda. La libertad de cultos, así hipotecada en igualdad de cultos, no sería ya una exigencia de la libertad religiosa de las personas, sino que se limitaría a indicar una supuesta competencia del Gobierno para la neutralización de las expresiones religiosas confesionales en la vida social, como forma de asegurar que ningún culto tuviera una presencia social singular. Los obispos no creían que la libertad de cultos, concedida por legisladores católicos para un pueblo católico, respondiese a la voluntad de garantizar la libertad de conciencia para los creyentes de otras religiones porque éstos no estaban asentados en el país. Más bien, la propuesta de libertad de cultos hecha por unos legisladores que criticaban duramente al clero, que manifestaban repulsa hacia las manifestaciones de culto populares y que insistían en la necesidad de limitar el influjo de las doctrinas religiosas al interior de cada individuo, era juzgada por los pastores de la Iglesia como una imposición despótica del indiferentismo religioso en la vida pública nacional. De cualquier forma, el congreso constituyente no aprobó la libertad de cultos y la constitución nada dijo ni sobre ella ni tampoco sobre la confesionalidad del Estado.

—¿Cómo afectó la Constitución del 57 a la Iglesia, cómo reaccionó ésta y qué cambios tuvo que tomar tras las disposiciones constitucionales y posteriormente con las leyes juaristas?

—La aprobación de esa constitución en aquellas circunstancias condujo a una guerra civil, la Guerra de Tres Años (1858-1861). En el curso de esa guerra, el gobierno liberal dictó los decretos conocidos como leyes de Reforma y, como resultó vencedor, impuso el cumplimiento de tales leyes desde 1861.

La Iglesia sufrió tal legislación, que le impuso el empobrecimiento, la pérdida de todos sus inmuebles y la incapacidad de poseer en el futuro, el ostracismo del mundo educativo y de casi toda el área de la beneficencia, la supresión de las órdenes y congregaciones religiosas en el país, el destierro de sus obispos, la ruptura de relaciones entre la Santa Sede y México, la destrucción de parte del patrimonio artístico y cultural de la Iglesia y de la nación. Todas estas medidas en nada beneficiaron a la soberanía nacional ni a la libertad religiosa de las personas en general. Por ejemplo, el Estado fue incapaz de sustituir con eficacia a la Iglesia en el campo educativo y la educación sigue siendo hoy una asignatura pendiente en México para los poderes públicos y la sociedad en general.

Los tiempos sucesivos fueron sumamente difíciles para la Iglesia en México. De una parte, se vio con las manos atadas para ejercer ciertas funciones al servicio de la sociedad, como la educación, la atención a los enfermos y a los necesitados. De otra parte, pudo sólo limitadamente continuar ejerciendo el servicio de los sacramentos y de la liturgia, usufructuando los templos y manteniendo precariamente a sus sacerdotes, quienes además con gran dificultad podrían contar con el sostén de los obispos y deberían formarse en seminarios muchas veces clandestinos y pobremente dotados.

La inestabilidad política hizo que no siempre estas leyes fueran urgidas por las autoridades y que ciertas actividades religiosas pudieran ir normalizándose e incluso que volviera a contarse con religiosos y religiosas en México, si bien de manera clandestina. La Iglesia mexicana siguió contando, y cada vez con mayor interés, con el compromiso de los fieles laicos, quienes establecieron distintas iniciativas a favor de la educación social, del servicio a los necesitados y de la normalización religiosa.

La adicción de las leyes de Reforma a la Constitución por parte de Sebastián Lerdo de Tejada motivó un levantamiento armado de católicos en Michoacán y otros Estados (1874-1876). En la historia futura, estas leyes constituirían una espada de Damocles en manos de los gobernantes para esgrimirla ante la Iglesia cuando lo retengan conveniente. Cuando Porfirio Díaz, general liberal de la Guerra de Reforma, asuma la Presidencia de la República no será partidario de exigir el cumplimiento a rajatabla de estas leyes, que de cualquier modo no abrogó, y la Iglesia pudo incluso realizar una importante labor a favor del mundo obrero y campesino entre 1890 y 1913.

El resultado de esa legislación, que buscaba expresamente castigar al clero (sin juicio alguno), aislarlo de la sociedad y someterlo a la supervisión estatal, fue crear una dicotomía en México entre su sociedad, católica, y su Estado, anticlerical, que se consolidó como una especie de disociación nacional, cerrando puertas al diálogo constructivo y reduciendo a la actividad religiosa a una especie de curiosa y lamentable clandestinidad, hasta que exigencias de modernización de todo tipo han venido a exigir un cambio, iniciado en 1992. La construcción de un Estado de derecho en México pasa necesariamente por la afirmación de una libertad religiosa que permita a las personas vivir públicamente su fe tanto a nivel personal como a nivel comunitario.

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